MARITZA BARRETO

viernes, febrero 14, 2014

14 de febrero 2014

Cuento para el día de San Valentín

La experiencia de reparación es poder  tolerar la pérdida, al tiempo
que se tiene la sensación de que no todo se ha perdido,
 y donde la posibilidad de enmendar
se yergue como una esperanza.

           
Los hechos son irreversibles, pero de todos modos es necesario informar a la población:
            “Un pescador fue encontrado herido en una barca varada en la playa. Traía el pecho atravesado por una flecha”.
            Eva lo encontró y está sanando sus heridas.


EVA


            Eva tenía cincuenta y cuatro años y era virgen, pero virgen en serio. Jamás había sido siquiera besada por varón alguno. Por eso, cuando su vientre comenzó a abultarse pensó en algo maligno.
            Como vivía casi absolutamente fuera del sistema social, no supo qué hacer cuando se sintió enferma. ¿Acudir a un médico? Sí, sabía que era lo adecuado, pero cómo llegar a él, dónde hallarlo, qué decirle, no tenía la menor idea. Así es que, cuando su vientre se abultó, simplemente lo dejó crecer y esperó a ver qué pasaba. “lo peor que me puede suceder es morir -pensó- y de eso no me voy a enterar”.
            Vivía sola frente al mar, pues no tenía ya familia. Tampoco amigos, dado que no los había cultivado a causa de su retraimiento. Sólo los pescadores de la caleta contigua hablaban de vez en cuando con ella temas sin trascendencia: del tiempo o de la temperatura ambiente, si el mar iría a ser generoso con sus redes o si habría tormenta.
            A Eva le gustaba compartir las puestas de sol con los albatros y las gaviotas. A esa hora llevaba su merienda hacia la playa para convidar a las aves marinas que ya la conocían, la esperaban y se le acercaban al verla llegar.
            Tenía costumbres muy raras. Su cabellera era tan larga, larga larguísima, por la sencilla razón que jamás se la había cortado. Por eso también dormía desnuda invierno y verano ya que no requería de otro abrigo.
            Una mañana despertó, arredondada en su lecho, sucia de algas y arena, descubriendo que, bajo su trasero… había un huevo, del tamaño de la luna llena, color turquesa y lunares dorados. Inmediatamente se dio cuenta que lo había puesto ella, porque ya no tenía bulto en el vientre. Además, a cientos de metros  a la redonda, no había un alma que pudiera haberlo hecho. Por lo tanto Eva sintió el deber como madre, de proporcionarle calor y afecto hasta cuando la criatura que lo habitaba pudiera romper la cáscara. Así es que se acurrucó sobre él por varias semanas abandonándolo solamente para sus más básicas necesidades.
            Al cabo de dos meses y medio, el huevo se había tornado de un azul intenso y sus lunares de oro adquirieron el color del platino. Había alcanzado su más alto nivel de oblonga belleza cuando, desde adentro, comenzó a resquebrajarse. Eva lo observó atentamente. En el silencio de esa noche resonaba el crujir de la cáscara que se iba fragmentando poco a poco, hasta aparecer… un pequeño trasero regordete y rosado, luego un piecito humano de igual color. De esta manera Eva se enteró que lo que había abrigado todo ese tiempo era de su misma especie. Sólo demoró unos minutos en terminar de nacer totalmente, al cabo de lo cual, un hermoso bebé de unos quince centímetros, bostezaba estirando sus brazos al mundo. Peces, eran los únicos seres vivientes que Eva había tenido en sus manos, por lo que le dio el mismo trato. Comenzó por limpiarlo suavemente y luego lo abrigó con su cabello. Así, abrazándolo, se durmió por el resto de la noche.
            Pasaron algunos días antes de que el extraño bebé abriera los ojos y cuando lo hizo, saludó a su madre con una sonrisa adulta y gentil. Eva le brindó los cuidados que cualquier buena madre le brinda a un hijo y grande fue su sorpresa cuando, al vestirlo, notó que de sus omóplatos surgían dos alitas incipientes.
            Al principio Eva se angustió enormemente porque pensó que había sido amada sin su consentimiento, durante alguna siesta en la playa, por un avezado pelícano del cual ya tenía sospecha. La obsesionaba y la hacía sufrir la idea de haber sido protagonista de un hecho del que no se había enterado. Pero estas elucubraciones duraron poco, porque el pequeño requería cuidados y no daba tiempo a distraerse.
            Así, aunque nunca creció, el regordete se fue desarrollando. Continuamente daba muestras a su madre de ser hábil y juguetón. Se entretenía juntando ramitas y palitos con los que armaba sus elementos de recreación.
            Solía pasar el tiempo jugando en los parques o en el campanario de una iglesia o en la azotea de un alto edificio o en las cornisas de la Intendencia e incluso, a veces, apostado en la torre de algún Palacio.
            Un día de primavera se despidió de su madre porque dijo estar fuerte para salir al mundo a cumplir su misión. Eva no estaba preparada para esa separación, así es que rompió a llorar. Él la consoló con promesas infantiles diciéndole que le enviaría una barca llena de regalos y sin más demora, aquel pequeño alado partió, semidesnudo, premunido de un arco y un carcaj lleno de flechas, “juguetitos” que él mismo se fabricara. Desde entonces, los inocentes ciudadanos de esta región y sus alrededores, debemos estar alerta, porque anda suelto y sin control, creando los mayores, inauditos e insólitos desastres.
            Pero ¡de qué sirve informar a la población!


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